"En silencio se agachó junto a la cuneta, buscó un poco entre los hierbajos y los desperdicios y encontró por fin algo que le sirviera de reliquia de aquella tierra donde dejaba enterrado a su marido. Desde entonces ha llevado siempre consigo esta pequeña piedra blanca que ven ustedes ahora en mi mano".
(Fernando Aramburu, 'Los peces de la amargura')
Un disparo no tiene estructura narrativa, no se desenvuelve según la secuencia tradicional de exposición, nudo y desenlace. Un disparo es un argumento instantáneo, un fogonazo que transita de la existencia a la inexistencia. Un disparo, en realidad, es una brutalidad fugaz, adimensional e indivisible.
En 'Los peces de la amargura', el escritor donostiarra Fernando Aramburu nos ofrece diez de estos disparos en forma de cuentos sobre la violencia de ETA desde un doble punto de vista: el de las víctimas y el de un sentido sórdido de lo cotidiano. Son diez estampas adimensionales en las que el tiempo narrativo se congela en un fogonazo eterno. Se trata de historias que no empiezan ni acaban, que se anegan en un presente lento e inexorable, en el lento chapoteo de la experiencia de un horror espeso, andrajoso, chusco y cutre.
Aunque el libro fue editado en 2006, he tenido ocasión de leerlo en estos dos últimos días. Como lector, he sentido un enorme placer (son cuentos magníficos escritos en una meritoria prosa a veces intencionadamente tosca) y un enorme estremecimiento (por los contenidos de las narraciones). Sin ningún efectismo estilístico -más allá de la imitación del habla cotidiana de la gente de cultura media y baja que puebla las páginas del libro- cada uno de los cuentos -de los disparos, por mejor decir- es un retrato al natural, como una estampa fotográfica de la cotidianidad aberrante en muchos lugares del País Vasco y Navarra.
Pero es algo más, mucho más que eso. 'Los peces de la amargura' es un desfile de soledades, humillaciones, miedos, egoísmos y cobardías encarnados en muchos de los personajes hasta una métrica esperpéntica. Me han impresionado en este sentido cuentos como 'Madres', 'La colcha quemada' o la terrible narración 'Enemigo del pueblo'. No obstante lo cual, Aramburu ha sabido reservar un lugar para cierta doliente ternura -es el caso del cuento 'El hijo de todos los muertos'- e incluso para un humor rayano en lo cínico -como en 'Después de las llamas', en el que se atisba también una mínima posibilidad de arrepentimiento y perdón.
Y, pese a todo, el autor no regatea una proporcionada compasión por los otros, los victimarios, convertidos sin duda en verdugos de sí mismos y en figuras repletas de un pathos muchas veces grotesco, como se pone de manifiesto en 'Golpes en la puerta'. Aunque queda claro que ellos, los asesinos, no son el centro de interés de estos cuentos deslumbrantes: el punto de gravitación narrativo corresponde, más bien, a la masa indolente de una sociedad enferma y con notables rasgos de esquizofrenia. En esto, Aramburu nos regala un fresco magistral de estampas espléndidas.
Un libro de relatos que ofrece, en definitiva, una lectura placentera y una reflexión atribulada.
Es un libro espléndido, al que sólo le sobra la recomendación de Pérez Reverte. La primera narración, que da título al libro, me conmovió hasta la lágrima.
ResponderEliminarosea ke onda con esoo
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