"Del mito al logos" (Vom Mythos zum Logos) es el título de una obra del filólogo alemán Wilhelm Nestle, escrita en el año 1940. Con esta expresión el autor quería significar la transición entre el pensamiento mágico y el racional. Sin embargo, en pleno siglo XXI, los terrenos del mito siguen siendo demasiado amplios, a costa del logos. Aun entendiendo que la frontera que las delimita no es una gruesa línea recta, sino un trazado sinuoso y sorprendente, conviene no confundir estas dos naciones. Es lo que trataremos de hacer aquí. Bienvenidos.

domingo, 12 de septiembre de 2010

La ciencia como actividad humana: entre la caverna y el cielo

En alguna otra entrada de este blog he intentado una definición casuística de 'ciencia'. O sea, no se trataba tanto de una definición precisa que recogiera los aspectos esenciales de este concepto (lo que sería una definición intensional) cuanto de la recopilación de algunos aspectos que caracterizan a la ciencia y sobre los que todos, o casi todos, podemos estar de acuerdo (ésta sería una definición extensional). Pensar sobre la ciencia -o sobre la Ciencia, como gustan de escribir algunos- es una especie de vicio narcisista que tenemos muchos licenciados en filosofía; sobre todo si tenemos una formación científica previa o si nos interesan las cuestiones asociadas con la epistemología (la teoría del conocimiento), la filosofía de la mente y la propia filosofía de la ciencia.

No pretendo en este comentario intentar el asalto al castillo-fortaleza de la definición total de 'ciencia'. Me gustaría más bien reflexionar sobre las derivas platónicas de cierto racionalismo que eleva la ciencia a la categoría de idea perfecta e inmutable y la convierte, casi, en un mito asociado al mito del Progreso (con mayúscula); se trataría, según esta forma de pensar, de una realidad superior que además poseería un acentuado marchamo de excelencia moral. 'Ciencia' sería, así, una substancia en sí misma, cuya existencia sería independiente de la actividad de los seres humanos, una realidad eidética torpemente replicada por las sombras de nuestra particular caverna de conocimiento.


Por supuesto, estoy simplificando los contenidos de estas posturas. Posiblemente, muchos adeptos a este tipo de racionalismo no consentirían en calificarse a sí mismos como 'platónicos'. Y sin embargo no están tan lejos las formulaciones de Karl Popper sobre 'el tercer mundo' o las reflexiones de Roger Penrose sobre la existencia etérea de las verdades matemáticas. Estas menciones no son anecdóticas: el falsacionismo popperiano goza de gran popularidad entre muchos racionalistas con formación científica, y el prestigio científico de Penrose, derivado en parte de sus estudios sobre los agujeros negros y la filosofía de la computación, no es menos cuestionable.

La ciencia es un producto cultural, en el más amplio sentido de la palabra. Existe porque existen lo seres humanos, que son quienes la han creado. Por supuesto, la ciencia es conocimiento y método. Pero es mucho más que eso. La ciencia es un producto cultural porque es un producto de la actividad de los seres humanos. Es un producto cultural porque es un resultado histórico. Es, también, un producto cultural porque emerge de nuestras capacidades cognitivas, y porque es la consecuencia de un entramado complejo de actividades individuales y colectivas situadas en el espacio y en el tiempo. La ciencia es un producto cultural porque en ella se hacen patentes valores y disvalores que los seres humanos aplicamos también a otros ámbitos de la vida. La ciencia es, por último, un producto cultural porque es una realidad simbólica, ya que utiliza dispositivos simbólicos -el lenguaje, sea el habitual o el matemático- en su propio desarrollo.

Cuando, en un rapto de heroico entusiasmo, alguien afirma que 'moriría por la Ciencia' (y aquí sí es pertinente el uso de mayúsculas), ¿realmente está queriendo decir que moriría por cosas tan peregrinas como la corrección previa de un artículo antes de ser enviado para su publicación a una revista especializada, o una reunión burocrática para la asignación de becas y ayudas a proyectos científicos, o la representación gráfica de una determinada actividad enzimática ante la presencia creciente de ciertos moduladores, o la presentación definitiva de una fórmula matemática, que nació en una pizarra o en una servilleta y alcanzó su floruit al figurar en todos los libros de texto y publicaciones canónicas? Es evidente que no. Quien habla de la 'Ciencia' en tales términos confunde, creo, medios con fines. El conocimiento derivado de la actividad científica crea un habitáculo de certidumbres en medio de un mar de confusión embravecida, lo que no es poco en los tiempos que corren. El conocimiento científico es un producto excelente, tal vez el más excelente que haya ingeniado la mente humana junto con, tal vez, el arte y ciertas enseñanzas morales. Pero la ciencia no es el oráculo de una sabiduría intemporal y eterna, sino una práctica, entre otras cosas, puramente humana, expresión de lo más preciado que poseemos: la racionalidad y el pensamiento crítico.

Creo que la ciencia se articula en torno a cuatro ejes: conocimiento, método, práctica y valores. Sobre los dos primeros ejes no suele haber mucha discusión, aunque podríamos hablar largo y tendido sobre la famosa 'cuestión del método'. La visión ortodoxa del método científico nos lo presenta como un método hipotético-deductivo, algo que resulta más que discutible. Cuestiones como la infradeterminación de la teoría por los datos de la observación, la carga teórica de la observación y el concepto mismo de 'observación' podrían conducirnos a un debate interesantísimo que, por cuestiones de espacio, no voy a ni siquiera iniciar aquí. Alan Chalmers, en "¿Qué es esa cosa llamada ciencia?" expone con mucha claridad algunos de los problemas derivados de esta visión tradicional.



En cuanto a la ciencia como práctica, parece lógico supone que toda actividad científica se encuentra espacial y temporalmente situada (lo que llamaríamos su marco histórico y geográfico), lo que es equivalente a decir que la ciencia es también una actividad social, y como tal, sometible al escrutinio de sociólogos, historiadores y economistas. Quiero insistir en que la ciencia es también una actividad social, pero que no es, por supuesto, sólo eso. Insistir en lo contrario nos llevaría a un reduccionismo sociologista como el que ha caracterizado a las diferentes escuelas de la sociología del conocimiento científico. La pretensión de que los contenidos del corpus de conocimientos científicos está directamente influido por condicionantes sociales externos es una postura poco atendible; sería interesante, sin embargo, comprobar cómo el entorno social de la práctica científica ha redirigido líneas de investigación y tendencias generales.

Me atrevo a poner un ejemplo. En los años sesenta y setenta los estudios de bioenergética (los mecanismos moleculares por los que la enzima mitocondrial ATPasa hidrolizaba el ATP para producir energía metabólica) estaban muy de moda y existían varias hipótesis -al menos cuatro, que yo conozca- que competían por el nicho explicativo. Conforme pasaron los años, ocurrieron dos cosas (simplificando mucho): la existencia de una hipótesis principal que parecía predominar sobre las demás, aunque no de forma absoluta, y el interés creciente por las incipientes técnicas de amplificación y secuenciación del ADN. Las investigaciones sobre el ADN -biología y genética molecular- cobraron cada vez más fuerza y muchos laboratorios tuvieron que reciclarse, puesto que resultaba más sencillo publicar trabajos de investigación sobre el ADN que sobre la ATPasa. Además, las subvenciones públicas y privadas apuntaban también en esta dirección. En consecuencia, las investigaciones clásicas sobre bionergética fueron decayendo. ¿Quiere esto decir que la hipótesis predominante sobre el mecanismo de la ATPasa quedó perfectamente establecida como teoría canónica? En absoluto: seguramente en los libros de texto figure como la explicación más verosímil, pero no ha existido un proceso interno y propio de la actividad científica que haya clausurado esta cuestión de una vez para siempre. En este caso, pues, condicionantes externos a la ciencia han redirigido las líneas de investigación sin haber dado por totalmente concluido el debate entre hipótesis. No ha sido un cierre epistémico, sino un cierre -tal vez provisional- praxiológico. Ejemplos como este los habrá, sin duda, a cientos.

Por último, en lo relativo a la ciencia y los valores, la postura tradicional de muchos científicos y filósofos de la ciencia apuntaba a la neutralidad valorativa de la ciencia: la ciencia no es expresión de valores éticos o morales ni, en general, de ningún otro tipo. La ciencia habla del 'es', no del 'debe ser'. Esta forma de pensar dista mucho de estar basada en evidencias incontestables. Si calificamos a la ciencia también como práctica, como actividad histórica y socialmente situada, y si toda práctica o actividad humana está transida de valores de uno u otro tipo, entonces la ciencia, en tanto que actividad humana, no es ajena a la presencia de estos valores. Javier Echeverría desarrolla prolijamente estas cuestiones en dos libros muy recomendables: "Ciencia y valores" y "La revolución tecnocientífica".

 En definitiva, la ciencia tiene también su propio itinerario curvilíneo y anfractuoso, como actividad humana que es. Se trata de una práctica humana social e históricamente condicionada, capaz de generar un  tipo de conocimiento robusto, coherente, transitorio e incompleto, aunque de una hechura excelente; una práctica que ensaya múltiples métodos en el desarrollo de su producción epistémica y que refleja, también, una pluralidad de valores y conductas.

Quizás sea conveniente tener presente todo esto cuando, como en los tiempos que corren, la ciencia se enfrenta a los demonios del irracionalismo político y religioso, tal y como refleja este editorial de la revista Nature.  

Initium sapientiae timor Domini?


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