"Del mito al logos" (Vom Mythos zum Logos) es el título de una obra del filólogo alemán Wilhelm Nestle, escrita en el año 1940. Con esta expresión el autor quería significar la transición entre el pensamiento mágico y el racional. Sin embargo, en pleno siglo XXI, los terrenos del mito siguen siendo demasiado amplios, a costa del logos. Aun entendiendo que la frontera que las delimita no es una gruesa línea recta, sino un trazado sinuoso y sorprendente, conviene no confundir estas dos naciones. Es lo que trataremos de hacer aquí. Bienvenidos.

sábado, 18 de septiembre de 2010

La ligereza argumental en el arte de Cúchares (y lo que te rondaré, morena)

En la presentación de su último libro, 'Tauroética', el filósofo Fernando Savater arremete contra los antitaurinos esgrimiendo dos argumentos que no se habían considerado en la última entrada de este blog. También incluye el pensador vasco una descalificación del movimiento antitaurino, al que tilda de 'bárbaro' por el hecho de que "determinadas personas se pinten con pintura roja y se arrastren por el suelo haciendo de toro herido y confundan la sangre de las personas con la de los animales". Si nos atenemos a la definición de barbarie del sociólogo Tzvetan Todorov -barbarie es la actitud de aquellos seres humanos que niegan la condición de humanidad de otros seres humanos- entonces el calificativo de Savater no parece pertinente; tampoco lo serían, por cierto, las soflamas que los antitaurinos lanzan a los cuatro vientos en relación con el carácter 'bárbaro' de la fiesta nacional. De todos modos es esta una cuestión de definiciones, y uno puede tomarlas o dejarlas en función de sus intereses retóricos. La de Todorov es una definición -a mí me gusta- que nadie está obligado a aceptar, pero que puede servir como referente en esta discusión.



En cuanto a los dos argumentos que esgrime Savater en favor de la tauromaquia,  los menciono a continuación.

 En primer lugar, el argumento del valor simbólico de las corridas de toros: las corridas ofician como la representación contemporánea de la lucha ancestral del hombre contra las bestias en el alborear de la civilización. Este argumento es, en parte, similar al argumento de la tradición o costumbre; la dimensión simbólica del arte tauromáquico, de ser cierta, no supone un valor añadido para esta práctica. Esta misma simbolización se puede lograr a través de otros medios -representaciones teatrales, artes plásticas o artes narrativas, por poner algunos ejemplos- de una naturaleza mucho menos cruenta. La condición simbólica no aporta un 'bonus track' moral al hecho o proceso que la porta. Los castigos de amputación de manos o pies, que rigen en el marco de la ley del talión, están cargados de simbolismo y no resultan especialmente edificantes. Lo mismo puede decirse de la mutilación genital femenina, de la quema de novias o de los asesinatos de honor. Por decir algo.



En segundo lugar, el argumento -de un mayor recorrido filosófico- que considera que el único ámbito de la ética es la regulación de las relaciones entre los seres humanos, y que no rige normativamente en la relación entre el hombre y los animales. Supongo que esta apreciación es más que discutible; por ejemplo, filósofos como Peter Singer discreparían de ella abiertamente. En cualquier caso, y sin entrar en mayores profundidades, la aceptación de esta tesis no puede ir de la mano con la justificación de cualquier tipo de comportamiento con los animales; el comportamiento cruel con cierto seres vivos -arrancarle las patas a una araña, achicharrar a un saltamontes, encerrar a un gato en un saco y echarlo al río o banderillear, picar y estocar a un morlaco agotado y sangrante- es un arma arrojadiza de ida y vuelta cuyas consecuencias estallan delante el espejo de nuestra propia imagen; ya se sabe, somos lo que hacemos, o algo por el estilo.

En todo caso, y con esto termino, ninguno de estos dos argumentos -el del carácter simbólico y el de la no pertinencia ética- enfrenta con éxito lo que se ha considerado como formulación básica del argumentario antitaurino: la injustificabilidad del trato deliberada e innecesariamente cruel  a que se somete al toro.

jueves, 16 de septiembre de 2010

La ligereza argumental en el arte de Cúchares

La reciente prohibición por el Parlamento de Catalunya de las corridas de toros en esa comunidad, a partir de una iniciativa legislativa popular debatida en sede parlamentaria, ha vuelto a poner sobre el tapete interesantes argumentarios en favor y en contra del llamado 'arte de Cúchares'. En esta entrada voy a comentar con brevedad los seis argumentos que considero principales en favor de las corridas de toros, sin entrar en el debate terminológico sobre la denominación de 'protaurinos' y 'antitaurinos' a quienes protagonizan las posturas contendientes. No me considero un antitaurino de pro, pero creo que estos argumentos son, en el mejor de los casos, francamente mejorables. Mi intención al escribir sobre ellos es más retórica que activista.
Antes que nada, una precisión metodológica. Sin entrar a discutir el argumentario antitaurino -heterogéneo y de valor dispar- parto de la base de que el común denominador de este argumentario es la siguiente constatación: las corridas de toros suponen la aplicación de un sufrimiento intenso, prolongado e innecesario al toro, sufrimiento que puede calificarse como de maltrato grave, tal vez incluso de 'tortura', y que deriva en una agonía del animal que termina con la muerte de éste. Soy consciente de que muchas personas pueden no compartir esta afirmación como la proposición nuclear de los movimientos antitaurinos, pero creo sinceramente que la discusión de los puntos de vista de quienes defienden el toreo se entiende mucho mejor teniendo presente esta constatación básica.
De los seis argumentos que presento, los cuatro primeros son posiblemente los más relevantes y los más enarbolados por los defensores del toreo; los otros dos, que se escuchan de vez en cuando, tienen en mi opinión una presencia menor en esta discusiones. Vayamos por partes.

Primer argumento. Prohibido prohibir. La prohibición de las corridas es un atentado contra la libertad de elección. Me asombra esta afirmación cada vez que la escucho, e imagino a quienes la enarbolan como sesentayochistas radicales dispuestos a tirar adoquines contra la policía y a pintar grafitis en las paredes de las facultades de veterinaria. Este argumento es de una majadería tal que no merece la pena perder mucho tiempo con él. ¿Desde cuándo la prohibición, en sí misma, es un atentado contra la libertad genérica de los seres humanos? Perdón por los ejemplos, carentes por completo de originalidad, pero dudo mucho de que la prohibición del asesinato, la violencia de género o el ahorcamiento de galgos tenga un efecto significativo sobre la percepción individual de los límites de la propia libertad, y mucho menos de la libertad de elección. No es el acto de prohibir el que resulta cuestionable, sino el objeto de la prohibición; en fin, primer párrafo de la asignatura maría de primero de derecho. Los protaurinos que, pomposamente, recitan este argumento de memoria están situando la discusión en un terreno en el que les pueden llover las bofetadas dialécticas por todos los lados. Se trata de discutir sobre el objeto de la prohibición -las corridas de toros- no sobre la propia prohibición, no sé si me explico; no se está entrando en el fondo de la discusión, sólo se está rodeando la contienda.



Segundo argumento. Las corridas de toros son una tradición cultural española. Renunciar a ellas supone renunciar a nuestra historia, identidad y cultura como nación. Quienes sostienen este punto de vista, y son muchos, suelen pensar que están proclamando una verdad sólo parangonable a las del credo niceno, o algo así. Obviando el debate inevitable en torno a la categoría 'cultural' -creo que perfectamente pueden ser las corridas de toros un fenómeno cultural-, la catalogación de una práctica como 'tradición' no la exime de una valoración crítica y moral. Me conformo con un pequeño catálogo muy heterogéneo de tradiciones que nadie con un mínimo sentido común querría ver perpetuadas: el antisemitismo, los asesinatos de honor, los juicios de Dios, los castrati, el vertido de aguas mayores desde los balcones, las lapidaciones, el destechado de las mujeres menstruantes, el burka o el niqab, los castigos físicos a los niños, las violaciones como botín de guerra, el ahorcamiento de galgos (antes mencionado), la discriminación salarial de la mujer, la evasión de impuestos o escupir en el suelo, por nombrar sólo algunas costumbres bastante indeseables. De nuevo el argumentario protaurino evita el coso de la confrontación, y se limita a rodear el perímetro; las tradiciones pueden ser buenas, malas o mediopensionistas. La valoración moral que nos merezca una práctica no está en función de que se haya mantenido durante doscientos años; habrá que tener en cuenta, más bien, los contenidos de esa práctica. Lo contrario es incurrir en la falacia naturalista (deducir lógicamente que lo que ya es debe seguir siendo, simplemente porque ya es).



Tercer argumento. Los toros de lidia son criados en dehesas con todos los mimos y cuidados. Llevan una vida más que regalada y sólo sufren en el tramo final de su vida, que además es un tramo muy breve. Este argumento no deja de ser curioso. Y lo es por una razón muy sencilla: normalmente los protaurinos afirman que los animales no tienen derechos por ellos mismos -con lo que yo estoy de acuerdo- y que por tanto la gestión de sus vidas por parte de los seres humanos no obedece a ningún respeto que éstos deban a aquéllos, sino a la práctica de mínimos principios de humanidad. Y sin embargo, en el fondo de este argumento hay algo parecido a una excusa a raíz de la confesión de una cierta culpabilidad. Algo como esto: "es verdad que los toros sufren mucho en el tramo final de su vida, pero durante toda su vida anterior han vivido como reyes en nuestros pastos y dehesas". ¿Hasta qué punto es necesario mencionar lo de la vida regalada del morlaco como antecedente justificativo de su sufrimiento final, salvo que se quiera precisamente eso, justificar? Y entonces, ¿por qué tenemos que justificar nada, puesto que nosotros, los seres humanos, no hemos incumplido ningún contrato con estas reses, sino que gestionamos su vida y su muerte de acuerdo con nuestros intereses? Hay además otro punto en el que este argumento me parece flojo, y es también fácil de comprender: ¿hasta qué punto podemos justificar el dolor, la agonía y la muerte del morlaco en plaza sólo por el hecho de que toda su vida anterior haya sido equiparable a la de un jeque saudí en Marbella? ¿Puede una acusación de tratamiento cruel y maltrato grave quedar sobreseída por la procura de una idílica vida anterior? No se discute, en mi opinión, la excelencia del cuidado de las reses antes de su traslado a chiqueros, sino la práctica a la que se somete a estos animales justo después.

Cuarto argumento. Sin las corridas de toros, la raza de toro de lidia desaparecería. Sólo quedarían algunos ejemplares para su uso como sementales. Sobre este particular, sólo quiero hacer dos apreciaciones. En primer lugar, no existe el toro de lidia como subraza específica del 'toro común' (Bos taurus), por lo que difícilmente puede desaparecer una raza que no existe como tal. En segundo lugar, creo que este argumento obvia tanto la historia previa del toro de lidia -que se vendía originalmente como carne para consumo humano y no para el toreo, y sólo después se empezó a criar para lucir en albero- como las posibilidades alimenticias del propio morlaco, que puede resultar tan rentable en tanto productor de carne como otras razas de cría extensiva. Para un desarrollo de estos contraargumentos, recomiendo la visita al artículo La presunta raza de lidia, en la página web de la organización ASANDA.

Quinto argumento. Es injusto comparar las corridas de toros con prácticas de maltrato animal no reguladas (tirar la cabra del campanario, decapitar gansos, apalear perros). Existe una detallada reglamentación sobre todos los aspectos que una corrida de toros debe contemplar. De nuevo, un argumento 'perimetral'. No se trata de justificar el maltrato al toro, sino de regularlo... pero sigue siendo maltrato. La regulación de una práctica no garantiza su inocuidad ni su excelencia ética. A veces ocurre lo contrario. Sin ánimo de hacer comparaciones baratas: los nazis regularon perfectamente el uso de las cámaras de gas, las ejecuciones judiciales de todo tipo se encuentran profusamente reglamentadas y las humillaciones públicas en tiempos de Stalin eran un ejemplo de ars burocratica. En realidad no se trata de eso, pero el argumentario protaurino no parece entenderlo.

Sexto argumento. Las corridas de toros tienen una dimensión estética innegable que se ha manifestado en la obra de grandes artistas como Goya y su serie de grabados sobre la tauromaquia. La pervivencia de este argumento es asombrosa. Basten unos pocos contraejemplos: el 'Cristo crucificado' de Velázquez es una obra maestra de la pintura de todos los tiempos. ¿Supone esto una reivindicación de una ejecución tan bárbara como la de la muerte en la cruz? El 'Auto de fe' es una notabilísima pintura de Francisco Rizzi. ¿Vamos a rescatar los métodos inquisitoriales a estas alturas? 'Masacre en Corea', de Picasso, es un lienzo magnífico. ¿Justifica el cuadro su propio contenido, esto es, el fusilamiento de mujeres y niños indefensos por parte de soldados armados hasta los dientes?



Sé que los defensores de las corridas manejan también otros argumentos, pero creo que los que he comentado, en especial los cuatro primeros, protagonizan los actuales debates sobre esta cuestión. Sé también que en el argumentario de los antitaurinos existen formulaciones muy deficientes, como por ejemplo el de la existencia de un conjunto de derechos de los animales propios e independientes de la voluntad y gestión de los seres humanos o el argumento ad hominem que compara a los aficionados a los toros con psicópatas sádicos y cosas por el estilo. Por supuesto, estos argumentos son inaceptables, pero su escasa calidad lógica y retórica los hace prescindibles en cualquier discusión con un mínimo nivel técnico. Los antitaurinos, creo, pueden plantear sus intervenciones en torno a la constatación básica de la que se ha hablado al principio -el sufrimiento continuo e innecesario, la agonía y la muerte cruel del toro- y situar a los protaurinos en esa arena argumental. Éstos, por su parte, suelen circunvalar esa constatación y arrojan al albero sólo reflexiones periféricas. Al menos esta es mi opinión. Para que el debate se enriquezca, los defensores del arte de Cúchares deberán elaborar nuevas y mejores justificaciones para sostener su propia postura.

O bien intentar un cambio de tercio.

martes, 14 de septiembre de 2010

Sobre el arte del cortejo o los muñequitos bailarines

Hace poco el periódico El País publicaba la noticia de un experimento 'científico' sobre los movimientos de baile de los hombres que más pueden gustar a las mujeres. El artículo original apareció en la revista Biology Letters; se puede leer el resumen de la investigación en este vínculo. Diecinueve hombres ejecutaron diversos movimientos de baile que fueron procesados por ordenador y observados después por un grupo de treinta y nueve mujeres,. Los investigadores, según las preferencias manifestadas por estas mujeres, sacaron algunas conclusiones en relación con el tipo y la amplitud de ciertos movimientos del cuello, del tronco, de la muñeca izquierda y de la rodilla derecha, movimientos que pueden resultar más seductores para las mujeres; según los investigadores, de la británica Universidad de Northumbria, la capacidad de ejecutar estos movimientos podría guadar relación con características genotípicas y fenotípicas de los hombres en relación con su salud, vigor o fortaleza.

No he podido acceder al texto completo del artículo, y la información que ofrece el periódico global en español no detalla mucho. Pero me gustaría hacer cuatro observaciones.

Primera. Dado el escaso interés científico del tema tratado -en mi humilde opinión- cabe suponer que el estudio ha sido financiado, patrocinado o impulsado por agentes sociales interesados en el asunto. Mi hipótesis es que se trata de un proyecto subvencionado por las academias de baile de la región de Northumbria.

Segunda. Tengo para mí que el tamaño de la muestra no es suficientemente fiable. ¿Qué hubiera costado recabar la colaboración de cien o doscientas mujeres -no sólo de treinta y nueve- para elaborar un perfil de referencias más significativo? No dudo de la excelencia técnica del estudio estadístico, pero un estudio riguroso del cortejo masculino exige la máxima certidumbre sobre los gustos de las mujeres, y esta certidumbre sólo se puede lograr con un muestreo adecuado en el número y composición de los integrantes de la muestra. Volveré sobre esto en mi última observación.

Tercera. Tengo serias dudas sobre el método empleado para visualizar los movimientos de baile ante las féminas. Se virtualizaron los bailes de los diecinueve hombres a través de un programa informático que reproducía los movimientos, pero asignándolos a un avatar creado por ordenador y carente de cualquier tipo de rasgo físico diferenciado; algo así como los viejos maniquíes que se usaban en las tiendas de ropas (no, no esos maniquíes que representan hombres apuestos de rostros perfectos y abdominales hercúleos, sino los otros). ¿Es posible pensar que las hembras -con perdón- no se fijen en la totalidad de conjunto, sino sólo en el aspecto cinestésico? La atracción física cursa también por el porte, por el aspecto individual del, en este caso, ejecutante masculino del cortejo. ¿No hubiera sido más instructivo mostrar a las mujeres los distintos tipos de movimientos ejecutados tanto por hombre atractivos como por hombres menos agraciados? ¿Y buscar entonces una correlación que tuviese en cuenta no sólo la sensualidad de la coreografía, sino también el atractivo físico de los bailarines? Esto podría aclarar las dudas que muchos hombres abrigamos sobre el gusto de las mujeres: ¿es más atractivo un hombre guapo pero patoso, o un hombre 'menos guapo' pero buen bailarín? ¡Cuánto hubiera dado yo por saber esto hace veinticinco años!


 Cuarta y última. ¿Qué tipo de muestreo se ha hecho para elegir a las treinta y nueve observadoras? ¿Eran de diferentes edades, de distinta condición social? ¿Procedían de orígenes culturales heterogéneos o eran todas ellas europeas blancas, por ejemplo? Ítem más: ¿se escogieron mujeres de un solo país o de varios? En definitiva: ¿se ha tenido en cuenta el aspecto cultural a la hora de valorar los gustos de las féminas? Quizás un análisis de las preferencias en función del origen geográfico de las participantes podría desmentir -o reforzar- las conclusiones provisionales de este estudio. Si la componente cultural introdujera una variación significativa en el cuadro de preferencias, tal vez esas preconclusiones tan biologicistas de los investigadores no tendrían cabida. ¿Se ha hecho esto?

En definitiva, y a modo de conclusión (jocosa y algo superficial): si un hombre quiere tener éxito con las mujeres, más le vale ser guapo, bailar bien y, ¿por qué no? ser cariñoso. Los demás tendremos que seguir arreglándonos como buenamente podamos... o aprender a bailar como los muñequitos 'buenos' del experimento.

domingo, 12 de septiembre de 2010

La ciencia como actividad humana: entre la caverna y el cielo

En alguna otra entrada de este blog he intentado una definición casuística de 'ciencia'. O sea, no se trataba tanto de una definición precisa que recogiera los aspectos esenciales de este concepto (lo que sería una definición intensional) cuanto de la recopilación de algunos aspectos que caracterizan a la ciencia y sobre los que todos, o casi todos, podemos estar de acuerdo (ésta sería una definición extensional). Pensar sobre la ciencia -o sobre la Ciencia, como gustan de escribir algunos- es una especie de vicio narcisista que tenemos muchos licenciados en filosofía; sobre todo si tenemos una formación científica previa o si nos interesan las cuestiones asociadas con la epistemología (la teoría del conocimiento), la filosofía de la mente y la propia filosofía de la ciencia.

No pretendo en este comentario intentar el asalto al castillo-fortaleza de la definición total de 'ciencia'. Me gustaría más bien reflexionar sobre las derivas platónicas de cierto racionalismo que eleva la ciencia a la categoría de idea perfecta e inmutable y la convierte, casi, en un mito asociado al mito del Progreso (con mayúscula); se trataría, según esta forma de pensar, de una realidad superior que además poseería un acentuado marchamo de excelencia moral. 'Ciencia' sería, así, una substancia en sí misma, cuya existencia sería independiente de la actividad de los seres humanos, una realidad eidética torpemente replicada por las sombras de nuestra particular caverna de conocimiento.


Por supuesto, estoy simplificando los contenidos de estas posturas. Posiblemente, muchos adeptos a este tipo de racionalismo no consentirían en calificarse a sí mismos como 'platónicos'. Y sin embargo no están tan lejos las formulaciones de Karl Popper sobre 'el tercer mundo' o las reflexiones de Roger Penrose sobre la existencia etérea de las verdades matemáticas. Estas menciones no son anecdóticas: el falsacionismo popperiano goza de gran popularidad entre muchos racionalistas con formación científica, y el prestigio científico de Penrose, derivado en parte de sus estudios sobre los agujeros negros y la filosofía de la computación, no es menos cuestionable.

La ciencia es un producto cultural, en el más amplio sentido de la palabra. Existe porque existen lo seres humanos, que son quienes la han creado. Por supuesto, la ciencia es conocimiento y método. Pero es mucho más que eso. La ciencia es un producto cultural porque es un producto de la actividad de los seres humanos. Es un producto cultural porque es un resultado histórico. Es, también, un producto cultural porque emerge de nuestras capacidades cognitivas, y porque es la consecuencia de un entramado complejo de actividades individuales y colectivas situadas en el espacio y en el tiempo. La ciencia es un producto cultural porque en ella se hacen patentes valores y disvalores que los seres humanos aplicamos también a otros ámbitos de la vida. La ciencia es, por último, un producto cultural porque es una realidad simbólica, ya que utiliza dispositivos simbólicos -el lenguaje, sea el habitual o el matemático- en su propio desarrollo.

Cuando, en un rapto de heroico entusiasmo, alguien afirma que 'moriría por la Ciencia' (y aquí sí es pertinente el uso de mayúsculas), ¿realmente está queriendo decir que moriría por cosas tan peregrinas como la corrección previa de un artículo antes de ser enviado para su publicación a una revista especializada, o una reunión burocrática para la asignación de becas y ayudas a proyectos científicos, o la representación gráfica de una determinada actividad enzimática ante la presencia creciente de ciertos moduladores, o la presentación definitiva de una fórmula matemática, que nació en una pizarra o en una servilleta y alcanzó su floruit al figurar en todos los libros de texto y publicaciones canónicas? Es evidente que no. Quien habla de la 'Ciencia' en tales términos confunde, creo, medios con fines. El conocimiento derivado de la actividad científica crea un habitáculo de certidumbres en medio de un mar de confusión embravecida, lo que no es poco en los tiempos que corren. El conocimiento científico es un producto excelente, tal vez el más excelente que haya ingeniado la mente humana junto con, tal vez, el arte y ciertas enseñanzas morales. Pero la ciencia no es el oráculo de una sabiduría intemporal y eterna, sino una práctica, entre otras cosas, puramente humana, expresión de lo más preciado que poseemos: la racionalidad y el pensamiento crítico.

Creo que la ciencia se articula en torno a cuatro ejes: conocimiento, método, práctica y valores. Sobre los dos primeros ejes no suele haber mucha discusión, aunque podríamos hablar largo y tendido sobre la famosa 'cuestión del método'. La visión ortodoxa del método científico nos lo presenta como un método hipotético-deductivo, algo que resulta más que discutible. Cuestiones como la infradeterminación de la teoría por los datos de la observación, la carga teórica de la observación y el concepto mismo de 'observación' podrían conducirnos a un debate interesantísimo que, por cuestiones de espacio, no voy a ni siquiera iniciar aquí. Alan Chalmers, en "¿Qué es esa cosa llamada ciencia?" expone con mucha claridad algunos de los problemas derivados de esta visión tradicional.



En cuanto a la ciencia como práctica, parece lógico supone que toda actividad científica se encuentra espacial y temporalmente situada (lo que llamaríamos su marco histórico y geográfico), lo que es equivalente a decir que la ciencia es también una actividad social, y como tal, sometible al escrutinio de sociólogos, historiadores y economistas. Quiero insistir en que la ciencia es también una actividad social, pero que no es, por supuesto, sólo eso. Insistir en lo contrario nos llevaría a un reduccionismo sociologista como el que ha caracterizado a las diferentes escuelas de la sociología del conocimiento científico. La pretensión de que los contenidos del corpus de conocimientos científicos está directamente influido por condicionantes sociales externos es una postura poco atendible; sería interesante, sin embargo, comprobar cómo el entorno social de la práctica científica ha redirigido líneas de investigación y tendencias generales.

Me atrevo a poner un ejemplo. En los años sesenta y setenta los estudios de bioenergética (los mecanismos moleculares por los que la enzima mitocondrial ATPasa hidrolizaba el ATP para producir energía metabólica) estaban muy de moda y existían varias hipótesis -al menos cuatro, que yo conozca- que competían por el nicho explicativo. Conforme pasaron los años, ocurrieron dos cosas (simplificando mucho): la existencia de una hipótesis principal que parecía predominar sobre las demás, aunque no de forma absoluta, y el interés creciente por las incipientes técnicas de amplificación y secuenciación del ADN. Las investigaciones sobre el ADN -biología y genética molecular- cobraron cada vez más fuerza y muchos laboratorios tuvieron que reciclarse, puesto que resultaba más sencillo publicar trabajos de investigación sobre el ADN que sobre la ATPasa. Además, las subvenciones públicas y privadas apuntaban también en esta dirección. En consecuencia, las investigaciones clásicas sobre bionergética fueron decayendo. ¿Quiere esto decir que la hipótesis predominante sobre el mecanismo de la ATPasa quedó perfectamente establecida como teoría canónica? En absoluto: seguramente en los libros de texto figure como la explicación más verosímil, pero no ha existido un proceso interno y propio de la actividad científica que haya clausurado esta cuestión de una vez para siempre. En este caso, pues, condicionantes externos a la ciencia han redirigido las líneas de investigación sin haber dado por totalmente concluido el debate entre hipótesis. No ha sido un cierre epistémico, sino un cierre -tal vez provisional- praxiológico. Ejemplos como este los habrá, sin duda, a cientos.

Por último, en lo relativo a la ciencia y los valores, la postura tradicional de muchos científicos y filósofos de la ciencia apuntaba a la neutralidad valorativa de la ciencia: la ciencia no es expresión de valores éticos o morales ni, en general, de ningún otro tipo. La ciencia habla del 'es', no del 'debe ser'. Esta forma de pensar dista mucho de estar basada en evidencias incontestables. Si calificamos a la ciencia también como práctica, como actividad histórica y socialmente situada, y si toda práctica o actividad humana está transida de valores de uno u otro tipo, entonces la ciencia, en tanto que actividad humana, no es ajena a la presencia de estos valores. Javier Echeverría desarrolla prolijamente estas cuestiones en dos libros muy recomendables: "Ciencia y valores" y "La revolución tecnocientífica".

 En definitiva, la ciencia tiene también su propio itinerario curvilíneo y anfractuoso, como actividad humana que es. Se trata de una práctica humana social e históricamente condicionada, capaz de generar un  tipo de conocimiento robusto, coherente, transitorio e incompleto, aunque de una hechura excelente; una práctica que ensaya múltiples métodos en el desarrollo de su producción epistémica y que refleja, también, una pluralidad de valores y conductas.

Quizás sea conveniente tener presente todo esto cuando, como en los tiempos que corren, la ciencia se enfrenta a los demonios del irracionalismo político y religioso, tal y como refleja este editorial de la revista Nature.  

Initium sapientiae timor Domini?


lunes, 6 de septiembre de 2010

¿Por qué hablamos de 'Dios' cuando queremos decir 'técnico en gestión de fincas'?

La presentación en sociedad del nuevo libro de Stephen Hawking -en colaboración con Leonard Mlodinow- "El gran designio", ha desatado (o vuelto a desatar, mejor dicho) la caja de los truenos teístas y ateístas. Se agradece que, en esta ocasión, el ámbito de la discusión se sitúe en la cosmología y en los orígenes del universo. Uno ya empieza a cansarse de este pugilato entre fervientes creyentes y fervientes increyentes en canchas emocionalmente inestables, como cuando se polemiza sobre el "sentido" del mal en el mundo o sobre el sufrimiento humano. En fin, ese tipo de cosas. Una discusión sobre la pertinencia del concepto 'Dios' como factor explicativo en las condiciones límite del Big Bang nos traslada, sin embargo, a terrenos intelectualmente más placenteros y menos pasionales. O al menos, así debería ser. El tono de algunas de las críticas a la afirmación del profesor Hawking sobre la no pertinencia de Dios en las ecuaciones cosmológicas parece indicar, por el contrario, que razón y pasión están más imbricadas de lo que deberían.

Hawking no dice, en realidad, nada que no haya apuntado en otros libros suyos, en especial en el celebérrimo y tal vez sobrevalorado "Historia del tiempo"; sobrevalorado en lo que hace a su claridad expositiva, que no en cuanto a su contenido, claro está. Cuando al final de esa obra menciona 'la mente de Dios', se está haciendo un uso claramente metafórico de esa figura. Se trata de un recurso que muchos científicos, en especial físicos 'de las profundidades' (cosmología y mecánica cuántica) y matemáticos, utilizan con profusión. También existe un entrañable grafiti conceptual, el del 'ojo de Dios', que suelen utilizar algunos filósofos para situar ciertos problemas epistemológicos o morales desde una perspectiva totalmente exterior, desde la ubicación de un observador plenipotenciario. Y nadie discute sobre si el divino hacedor usa o no gafas. No merece la pena detenerse más en estos particulares.

Lo que me llama la atención es, precisamente, el uso y mención del concepto 'Dios' cuando se tratan estas cuestiones teóricas de la física profunda. Entiendo que muchos científicos se vean afectados por el estro poético ('estro' en su sentido inspirativo, no sexual, ¿o también?) a la hora de mentar a Dios; al fin y al cabo, son muchos años de judeocristianismo a cuestas, y hay vicios -perdón por el término- que no desaparecen de la noche a la mañana.  Pero, ¿tiene sentido polemizar sobre estos asuntos, más allá de las estrategias comerciales que mueven los hilos de estas contiendas? A veces 'Dios' -la noción- tiene la utilidad heurística de un punching ball contra el que ejercitar la musculatura argumental de unos y otros. Como ejercicio filosófico, lo encuentro interesante: soy un ferviente admirador de la profundidad y espesura intelectual y emocional de la idea de Dios. Sin embargo, me parece que el uso reiterado que suele hacerse de este concepto en obras serias de divulgación científica tiende a distraer la atención de las cuestiones reamente importantes. Si lo que queremos es descubrir las causas últimas del surgimiento del universo, o al menos ofrecer explicaciones completas y coherentes de este hecho, tratemos de echar mano de los conocimientos ciertos disponibles y de las hipótesis más prometedoras -la teoría M de las supercuerdas, por ejemplo- e intentemos definir las características generales que debería tener una explicación completa de este tipo. Que no es poco. Yendo hacia atrás en el espaciotiempo, más allá de esos famosos tres primeros minutos del universo de Steven Weinberg, ¿deben incluir las características generales de esa explicación total aspectos relacionados con la existencia de un ente divino intencional, volitivo y personal, por ejemplo (por citar tres características relevantes que los actuales monoteísmos no se cansan de destacar)?  A juzgar por lo que sabemos hasta la fecha -y sabemos mucho-, no lo parece.

Todas las religiones proclaman la necesidad de Dios -en ello les va el negocio, claro- como factótum explicativo. Esto incluye, supongo, tanto el ámbito de lo humano como el de la realidad física. Dios es necesario para entender por qué sufren los inocentes, pero también lo es para explicar por qué existen los gorrioncillos del campo o por qué los icneumónidos son tan mala gente y traen de cabeza a los estudiosos de la teología natural. Es decir, las religiones no pueden abdicar de sus pretensiones explicativas sobre la realidad física última del universo. Pero esto también lo hace la ciencia ¿o no? Ya la tenemos montada, me temo. Y sin embargo, pese a sus querencias totalizadoras, la religión (utilizo el singular para referirme al fenómeno en su generalidad histórica y conceptual, más allá de tipologías) no ha hecho sino retroceder hasta los márgenes de la explicación física. ¡Qué buenos tiempos aquellos en los que la lluvia eran los orines de Zeus y las tormentas eléctricas eran fruto de la dispepsia divina! ¿Y qué pensar del espacio como el 'sensorio de Dios', tal y como afirmaba el supersticioso Isaac Newton? Ahora, por desgracia, 'Dios' ha sido apartado a empellones de los meollos explicativos por el método científico y ha quedado relegado al papel de simple portero del inmueble cósmico; es el que nos abre -y quizás nos cierra- la puerta de acceso al cosmos. De dueño del inmueble a simple técnico en gestión de fincas. ¡Eso sí que es una carrera!

Se nos dice que 'de la nada nada puede surgir' y que antes (sic) del Big Bang debía haber algo que explicara esa gran explosión primigenia. Dejando aparte lo aburdo que es hablar de 'antes' del comienzo del tiempo, estos prejuicios, montados sobre el terror epistémico a 'la nada' (sea eso lo que sea), no tienen fuerza lógica suficiente como para constituirse en el antecedente de una relación de consecuencia de la que se derive la conclusión que los teístas desean: 'debe haber algo en lugar de nada' (sea eso lo que sea que signifique). El lenguaje es un trabajador muy eficiente en la formulación de nuestros pensamientos, pero no se le puede pedir que estire sus prestaciones hasta el infinito. La 'nada' no existe, luego no puede haber 'algo' en lugar de la nada. Empezó a haber 'algo', probablemente, hace unos catorce mil millones de años. Y nuestro portero cósmico forma ya parte de ese 'algo', siquiera como exhalación del pensamiento o suspiro del corazón. Perdóname, Dios mío, por este lenguaje que acabo de emplear: me declaro reo de lesa claridad.

Dios habita en los márgenes de la explicación, en los callejones oscuros de la racionalidad y el conocimiento. Uno puede pensar que no es poca cosa, ser portero del universo, el portador de las llaves de la cerradura del Big Bang. Vale, pero ¿es necesario el portero para explicar por qué existe la casa y por qué es como es? ¿Es el portero el constructor del edificio? ¿Le pediríamos a él los planos de la construcción para hacer reformas? Involuntariamente, los propios monoteísmos han ido aceptando este papel para su más lograda criatura -entiéndase, la idea de 'Dios'- tras ir perdiendo cada vez más puntos en los sucesivos touché que la ciencia les ha ido propinando en este singular combate de esgrima.  Parece que, visto lo visto, las religiones van a tener que conformarse con este nuevo perfil laboral para su protegido. A la vista de todo esto, ¿merece la pena levantar polémicas como la protagonizada por el profesor Hawking y sus detractores, si queremos ir más allá de lo que no es sino una sabia táctica de mercadotecnia?

Aún puede ser peor para el teísmo más recalcitrante. En la permanente negociación del convenio colectivo sobre la ontología del cosmos pueden perder su utilidad algunos entrañables y viejos amueblamientos y algunos oficios casi gremiales a los que los habitantes de la casa -nosotros- terminan por no encontrar ninguna utilidad. Por ejemplo: ¿es necesario un portero para la finca, cuando podemos sustituirlo por un telefonillo de última generación?

En ello estamos, diría yo.